miércoles, 6 de julio de 2016

AMAR, LA MEJOR MEDICINA CONTRA LA DEPRESIÓN

Venid a mí los que estéis cansados y agobiados (Evangelio segúnSan Mateo: 11,28)

Comparto este texto escrito hace unos meses por un amigo mío. Creo que es realmente iluminador y motivador:

En el mundo en el que vivimos, en el que reinan las prisas, el ajetreo, las numerosas preocupaciones, en el que se priorizan aspectos más superficiales (como el dinero, el hedonismo y el placer, la reputación profesional, el poder, los bienes materiales) frente a otros más profundos (como son la caridad y el amor, la amistad, la solidaridad, el compañerismo, la empatía, etc), no son pocos los casos de personas que padecen depresión.


Muchas veces nos dejamos llevar por la rutina, muchas veces hemos llegado a perder el sentido a muchas cosas que hacemos. Ya casi no tenemos tiempo, o no buscamos tiempo, para pararnos a pensar: ¿Qué sentido tiene esto que estoy haciendo?

Parece que hemos perdido el norte. Hemos perdido el verdadero sentido de nuestra vida, o simplemente, hemos preferido únicamente las aspiraciones terrenas: conseguir un buen puesto de trabajo (más que hacer bien nuestro trabajo, estemos donde estemos), ganar mucho dinero, encontrar a una mujer atractiva/hombre atractivo, comprar una o más casas, uno o más coches. Los hombres y mujeres de estos tiempos hemos perdido el rumbo y lo hemos fijado sobre nosotros mismos, con lo cual hemos caminado y caminamos errantes, como un barco sin dirección, a la deriva, dando vueltas sobre nosotros mismos.

Y lo más grave: hemos dejado de amarnos los unos a los otros. Y más serio aún: hemos expulsado a Aquél que da sentido a toda nuestra vida, con sus sufrimientos y sus alegrías, con sus momentos de paz y sus momentos de turbación; hemos expulsado a Dios de nuestras vidas. Algunos todavía creemos en Él, en Dios Padre, en Su Hijo Jesucristo y en el Espíritu Santo, pero nuestro trato con Dios es, muchas veces, superficial, o insuficiente. Otros, al expulsar a Dios de sus vidas, lo han sustituido por otros dioses terrenos como el dinero, el poder, el placer o el prestigio (pues el hombre no puede vivir sin Dios, y si expulsa al Dios Verdadero, al final acaba por ponerse otros falsos dioses, aquéllos que, según el Salmo 16(15), no satisfacen al hombre, “Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen”).

Y no es casualidad que cuando expulsamos a Dios de nuestras vidas, como todo Amor Verdadero procede de Él, el hombre deja de amar. O acaba amando cada vez menos, y de forma más desordenada. Deja de amar auténticamente a las personas y acaba amando más a las cosas y a sus pasiones (un amor que no es verdadero, pues las personas hemos sido creadas para ser amadas, mientras que las cosas han sido creadas para ser utilizadas, aunque, por desgracia, hoy día sucede al revés), se hace esclavo de ellas. ¿Cómo es que, por ejemplo, ya “no está de moda que un matrimonio perdure hasta que la muerte de uno o ambos cónyuges los separe”? Parece algo anticuado, de otra época, ahora parece que lo que se lleva es casarse (o ya ni siquiera eso, sino simplemente vivir juntos) hasta que “la llama del amor se apague” o “ella se fije en otro hombre o él se fije en otra mujer”. Ya no hay amor verdadero, con compromiso de por vida, tan sólo un encaprichamiento que busca satisfacer las pasiones inmediatamente y que no busca realmente darse al otro, sino usar del otro para sacar placer, o algún otro beneficio, pero no para buscar hacer feliz al otro. Sin la Presencia de Dios, el auténtico amor no está presente y los hombres vamos poco a poco dejando de amarnos. Sustituimos nuestro amor a Dios y al prójimo como a nosotros mismos por un amor desmedido a las cosas, por una esclavitud de nuestras pasiones, caprichos y vicios, y nos hacemos insensibles a las verdaderas necesidades materiales y espirituales de nuestros hermanos.


Vivimos en una realidad interdependiente ¡Ayudémonos!


Las necesidades materiales de los demás son más fáciles de ver: techo, alimento, vestido, salud, empleo, etc. Pero las necesidades espirituales (tanto las nuestras como las de los demás) no lo son tanto, sobre todo si hemos estado alejados de Dios mucho tiempo, y son incluso más importantes que las corporales. Esto sólo lo podremos entender si buscamos a Dios con sincero corazón. No en balde, el Primer Mandamiento de la Ley de Dios es “Amarás a Dios sobre todas las cosas” o, dicho de forma un poco más desarrollada, “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 4-5). Y muchas veces nos cuesta entenderlo y vivirlo (es más, sin duda, éste es tal vez el Mandamiento que más nos cuesta vivir de todos); El Señor puso este Mandamiento en primer lugar pues el hombre ha sido creado por Él, por amor y, aunque muchas veces el hombre no se da cuenta de ello, su corazón busca ardientemente a Dios. Lo que sucede es que, muchas veces, los hombres y mujeres entendemos los Mandamientos como una “lista de obligaciones y prohibiciones”, e incluso, de forma más errada aún, como “una privación de nuestra libertad”, porque “no nos deja hacer lo que nos apetezca”, y ese “lo que nos apetezca” resulta que no siempre es lo que más nos conviene, es decir, que no nos va a dar la felicidad , puesto que al final suele ser “me apetece dejarme llevar por mis pasiones y satisfacer mis deseos carnales y mundanos (no sólo lujuria, sino también gula, avaricia y, el peor de todos los pecados capitales, la soberbia)” o “es que no me apetece ir a trabajar, me quedo en la cama (pereza) y me invento cualquier excusa (mentir) para contarle a mi jefe que no puedo ir al trabajo”. Pero, al final, nos damos cuenta de que esas pasiones que parece que nos dan más libertad, en el fondo nos esclavizan más y, por el contrario, los Mandamientos de la Ley de Dios nos ayudan a ser más libres, pues todo lo que procede de Dios es la Verdad, y Jesús dijo: La Verdad os hará libres (Jn 8, 32).

Cuando el hombre toma conciencia verdadera de que su fin último es encontrarse cara a cara con Dios, y pone todos los medios para ello, ya por fin ha recuperado el norte, el rumbo de su vida, ya deja de ser como un barco a la deriva. Podrá enfrentarse a tempestades, vendavales, fuertes oleajes, etc, pero si permanece en el Amor de Dios, llegará a su destino. Pero si el hombre ha perdido el rumbo, tarde o temprano perderá el sentido a esta vida, y caerá en esa pandemia psicológica y espiritual que afecta a buena parte de la población mundial: la depresión.

La depresión es, por tanto, una de las consecuencias del pecado, es decir, de apartarse de Dios, de expulsar a Dios de nuestras vidas y de sustituirLe por otros dioses de plástico, dioses totalmente efímeros y falsos: el dinero, el poder, el placer, el honor, el prestigio, etc (y no olvidemos que el demonio se sirve de todos ellos para que el hombre se deje llevar de forma desordenada por poseerlos cada vez más y para que, con ello, llegue a cometer cada vez más abominaciones, pues lo que pretende el diablo es conseguir apartar al hombre de Dios). 

Por tanto, sin descuidar ni despreciar la psicoterapia ni los tratamientos médicos, la verdadera cura contra la depresión consiste en volver a aceptar en nuestra vida a Dios. Él siempre nos espera con los brazos abiertos, como el Padre de la Parábola del Hijo Pródigo (Lc 15, 11-32) a su hijo menor extraviado. Aceptemos también a la Santísima Madre de Dios, la Virgen María, Ella es Nuestra Madre y nos ama con amor de madre, y no deja de rogar a Dios por todos y cada uno de nosotros.

Pero no nos guardemos para nosotros mismos todos los bienes que hayamos recibido de Dios, sino comuniquémoslos a los demás: los buenos frutos, compartidos, siempre darán más y mejores frutos, mientras que si nos los guardamos para nosotros mismos, acabarán pudriéndose. ¿Acaso los empleados que recibieron cinco o dos talentos no trabajaron a fin de que sus talentos produjeran más talentos, más frutos? Seamos como los empleados fieles y cumplidores de esa Parábola de los Talentos (Mt 25, 14-30), y no como el empleado holgazán, que tuvo miedo, enterró el talento y se desentendió. ¿Y cómo podremos hacer que fructifiquen? Pues primero, con la Oración y los Sacramentos (Confesión frecuente y Eucaristía, por lo menos dominical y cualquier otra fiesta de precepto, y mejor si además puede ser diaria) y, una vez recibamos ahí el Amor de Dios, podremos transmitirlo mediante la caridad a los demás, cada uno con los talentos que del Señor hemos recibido (hay multitud de ocasiones para transmitir dicho amor, por ejemplo en casa, en nuestro ambiente de colegio, universidad, academia o trabajo, cuando nos vamos a tomar unas cervezas con los amigos, cuando nos vamos de excursión con ellos, en el deporte, o también en los ambientes parroquiales, en las convivencias, en los campamentos, etc).

El enemigo quiere hacerte caer. Pero Dios está a tu lado para ayudarte
 Y otra cosa muy importante: no pasemos demasiado tiempo en soledad (aquí, que cada uno discierna si la soledad le ayuda a encontrarse más con El Señor o, por el contrario, le predispone más al pesimismo y la depresión; algunos momentos de soledad pueden ser buenos para encontrarse con El Señor y conocerse más a uno mismo, pero una soledad muy prolongada, puede no ser muy buena). El enemigo nos ataca más fácilmente cuando estamos solos (otra cosa es que, como acabamos de comentar, podamos necesitar momentos de soledad para estar con El Señor y con nosotros mismos). Y si sentimos que algo nos perturba la paz, aparte de contárselo al Señor, contémoslo a alguien en quien confiemos: nuestros padres, hermanos, amigos, algún sacerdote, director espiritual, etc.

Todo esto es, sin duda, la mejor medicina contra la depresión: primero, reconocerse necesitado por Dios y saberse amado por Él; segundo, corresponder a Su Amor (Dios nos ha amado mucho antes de habernos formado en el vientre materno, desde toda la Eternidad, y para amarLe, debemos primero sentirnos amados por Él) y tercero, transmitir ese Amor a los demás e invitarles a que ellos también se encuentren con El Señor. Y esto debemos practicarlo durante toda la vida.

¿Acaso una planta no necesita que la abonemos, que la reguemos, que la podemos y que le dé la luz del sol? Una planta requiere de todo nuestro cuidado y, si la descuidamos, probablemente se seque, se pudra o se la coman los insectos, las alimañas y las malas hierbas. Nuestra alma es como una planta: necesitamos alimentarla del Amor de Dios y para ello, necesitamos frecuentar nuestra amistad con Jesús en la Reconciliación y la Eucaristía, así como en la Oración, para luego transmitir el Amor recibido a los demás hermanos (que es como los frutos que da esa planta, pensemos, por ejemplo, en un árbol frutal o en una hortaliza, quienes hayan cultivado alguna vez un huerto lo entenderán mejor). Y no olvidemos, además, que toda obra de caridad que practiquemos con cada hermano, la estaremos practicando con Cristo Mismo (Mt 25, 34-40).

Por tanto, si estás leyendo esto, si padeces algún tipo de depresión, si has perdido el sentido a tu vida, pero en el fondo sientes en tu corazón que deseas volver a encontrarte con Dios (aunque sientas que las pasiones te dominen, no te preocupes, El Señor conoce todas nuestras debilidades), ¡no tardes, no esperes a mañana! ÁbreLe a puerta y Él entrará a cenar contigo (Ap 3,20). Busca a algún sacerdote y habla con él; si es un buen sacerdote, no se lo contará absolutamente a nadie y te dará buenos consejos.


Y, finalmente, en este Año de la Misericordia, es una buena ocasión practicar las Obras de Misericordia Corporales y Espirituales:

Obras de misericordia corporales:

1) Visitar a los enfermos
2) Dar de comer al hambriento
3) Dar de beber al sediento
4) Dar posada al peregrino
5) Vestir al desnudo
6) Visitar a los presos
7) Enterrar a los difuntos

Obras de misericordia espirituales:

1) Enseñar al que no sabe
2) Dar buen consejo al que lo necesita
3) Corregir al que se equivoca
4) Perdonar al que nos ofende
5) Consolar al triste
6) Sufrir con paciencia los defectos del prójimo
7) Rezar a Dios por los vivos y por los difuntos.