miércoles, 22 de junio de 2016

"Crónica de un Cantar Hispano", mi primera novela histórica. Un aperitivo



Como primicia, ante la pronta publicación de mi primera novela histórica "Crónica de un Cantar Hispano", perteneciente a la saga "La Leyenda del Stellarium Chronicorum os ofrezco el primer capítulo como aperitivo.

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Roma, Italia, año 68 después de Cristo

“¡Huye, Julia, huye!” fueron las últimas palabras que escuchó en aquella triste noche, dos años antes. Un grupo de soldados romanos habían irrumpido violentamente en la sala donde celebraban la Eucaristía. Sucedió durante la lectura del Evangelio. Ese día, como si de una premonición se tratase, se leían las Bienaventuranzas. Fuertes gritos desde el exterior contrastaron con un repentino y tenso silencio en la sala. Una voz agria y ruda les conminó abrir la puerta. Pese a la creciente sensación de miedo, abrieron a los soldados. Estos, movidos por la rabia y el odio, comenzaron a atacar a los cristianos. Varios ancianos cayeron al suelo. Uno se golpeó la cabeza y comenzó a sangrar. En ese momento, como impulsada por una fuerza externa, Julia Alba corrió hacía el lugar donde se custodiaban las Sagradas Formas. Por la confusión del momento no la vieron esconderlas bajo su ropaje. Siempre llevaba consigo una pequeña bolsa de cuero en la que guardaba la Sagrada Comunión para los hermanos enfermos.
Con miedo, casi temblorosa, aunque con firme decisión, se acercó a varios hermanos que había visto esconderse. Mientras caminaba, contempló los forcejeos entre cristianos y soldados. Sintió gran dolor al ver a Gayo, un liberto recientemente convertido al cristianismo, yacer inerte en el suelo, cubierto de sangre. Quedó horrorizada cuando un soldado degolló sin contemplaciones a una mujer ciega. Se acercó a varios jóvenes entre los cuáles se encontraba un presbítero. Este quiso quedarse, para dar su vida por Cristo. El hombre, llamado Mateo, pidió a Julia Alba que llevase a los demás a un lugar seguro. “Huye, Julia, huye” fueron las últimas palabras pronunciadas por este valiente sacerdote en cuyo corazón, pocos minutos después, se clavó una daga que le provocó la muerte instantánea. Julia Alba le hizo caso. Sin que la vieran los soldados, llevó consigo a sus jóvenes compañeros hasta una ventana por la que huyeron. Fueron los únicos supervivientes de aquella masacre. Salvaron la vida liderados por una mujer cuya vida iba a cambiar radicalmente desde entonces. Era patricia, hija de un senador, el carismático Sexto Julio Carbo. Era huérfana de madre y la menor de seis hermanos. Su padre, aunque de carácter austero, se preocupaba constantemente porque a sus hijos nunca les faltase de nada. Se lo había prometido a Aurelia, su difunta esposa, quién debido a complicaciones que aparecieron durante el parto falleció pocos días después de nacer Julia. Era un padre entregado en cuerpo y alma al bienestar de sus retoños. Sexto Julio Carbo, que por entonces tenía cincuenta años, era un hombre muy culto. Quería que sus hijos recibieran una correcta enseñanza académica. Una de sus principales obsesiones era que conocieran y comprendieran a los filósofos griegos. Estos pensadores cautivaron especialmente a Julia Alba, siempre interesada por las grandes cuestiones que inquietaban a la humanidad, entre ellas la posibilidad de una vida tras la muerte. Aunque hasta su conversión no había oído hablar de Jesús de Nazaret era, en cierto modo, muy cercana a lo que él predicaba: tenía gran inquietud por la búsqueda de la verdad y se preocupaba por los pobres y desvalidos, a quienes no solo daba limosna, sino también llevaba alimento y ropa de abrigo. No era muy religiosa, pues en los dioses tradicionales romanos no encontraba respuesta a sus preguntas.

Tras escapar de los soldados llevó a sus compañeros a la Vía Appia, concretamente a la tumba de Cecilia Metella[1]. Conocía el lugar, sabía que por la noche nadie se acercaría por allí. Mientras los jóvenes dormían, planificó el plan a seguir: Al día siguiente irían a Ostia, puerto marítimo de Roma, donde podrían refugiarse haciéndose pasar por mercaderes. Marco, su tío, era mercader. Le había visto trabajar en más de una ocasión y lo que le había enseñado de ese mundo le permitía fingir ser una de ellos. Durante toda la noche permaneció en vela, atenta a cualquier ruido sospechoso. Trató de pensar en los pasos que debía dar a partir de ahora. Era consciente de que, como hija de un senador, irían a buscarla. Temía las consecuencias de que la encontrasen tras haber huido en aquellas circunstancias y con varios cristianos. Sobre todo quería evitar problemas a su padre, que no era especialmente querido por Nerón, con quien tenía una hostilidad mutua. Debía huir. Sabía que Pablo de Tarso había tenido intención de viajar a Hispania para anunciar el Evangelio y casi al instante decidió seguir su estela.
Se palpó la túnica y vio el recipiente donde había guardado las sagradas formas. Estaba intacto, no se había caído ninguna. Julia se sintió inquieta y temerosa por el futuro. Julia Alba, que había tenido una vida relativamente fácil hasta entonces. Julia, que tiritaba de miedo en aquella oscura noche donde ni siquiera la Luna se atrevía a emerger entre las nubes. Julia, que temblorosa rezaba a Dios para que les protegiera. Julia, que no comprendía aquella terrible injusticia. ¿Qué culpa tenían sus hermanos de lo sucedido durante el incendio? Julia Alba, en definitiva, la patricia que había salvado la vida de unos muchachos plebeyos.
Todo había comenzado dos años antes, el 22 de julio del año 66, tres días  después de un pavoroso incendio que asoló Roma. Los cristianos fueron acusados por el emperador Nerón de provocar el fuego. Aunque la comunidad cristiana era aún pequeña, estaba experimentando un notable crecimiento en los últimos años a raíz de la carta que Pablo de Tarso había escrito a los romanos hacía nueve años. El Apóstol hablaba de una salvación que no era exclusiva del pueblo judío: todos podían salvarse en Jesús. Esto animó a muchos romanos a convertirse al cristianismo. También a Julia Alba. El descubrir que alguien había sido capaz de dar su vida en rescate por todos los hombres produjo un fuerte cambio en ella. Escuchaba a los cristianos predicar la vida, obra y mensaje de Jesús y sentía como su alma se ensanchaba y ardía de un modo hasta entonces desconocido para ella. Aquel Dios hablaba de amor y de la vida eterna, prometiendo ambas a la humanidad. Era un Dios que había venido a sanar a los enfermos y curar a ciegos y sordos. Julia Alba se había sentido interpelada por el mensaje cristiano y comenzó entonces un camino de conversión que le  había llevado a ser bautizada en el año 61. Tras ello colaboró en el cuidado y atención de los más pobres y ancianos de la comunidad. Celebraban la Eucaristía en una domus eclesiae[2] de Roma, perteneciente a una familia de comerciantes cuyo paterfamilias[3] había conocido el cristianismo durante un viaje a Judea. La incipiente comunidad cristiana había podido practicar en aquella Domus su fe en un clima de cierta calma hasta que todo cambió con el gran incendio. Media Roma fue arrasada por las llamas. Al día siguiente, Julia Alba había salido de su casa, en el Palatino, para ayudar a los heridos. Contempló, desolada, que todo había sido reducido a cenizas. ¡Su querida y bella ciudad había sido convertida en escenario de muerte! El templo de Júpiter y la casa de las Vestales estaban totalmente calcinados. En cuanto a las casas más humildes, eran un amasijo de cenizas del que aún salía una negra humareda. Esta visión causó tremenda desazón en ella. Su amada Roma, con sus miserias y grandezas, había sido destruida. ¿Por qué? ¿Quién podía hacer algo así con su magnífica ciudad? Se sospechaba que tras aquel incendio estaba el emperador Nerón, quien pronto culpó a los cristianos, que comenzaban a ser odiados por una clase dirigente que utilizaba la religión romana con fines políticos. Sin embargo, los romanos cristianos no eran muy distintos de sus paisanos en su vida diaria., aunque tenían notables diferencias con ellos: no daban culto a los dioses paganos, no veneraban al emperador como un dios e, incluso, algunos comenzaban a optar por consagrar su vida al celibato por amor a Dios. Estas cuestiones no eran entendidas por los demás romanos, quienes comenzaban a recelar de aquel tan extraño. Julia Alba, siempre crítica con las verdades oficiales que las autoridades imperiales proclamaban, se preguntaba si Nerón podía realmente ser tan malvado.
La joven, ya desde antes del incendio, era vista con recelo por parte de su familia. No adoraba a los dioses familiares, los Lares, los domingos se iba temprano de casa sin decir a dónde, algo impropio de una muchacha de su clase y, para colmo, se juntaba con personas de dudosa reputación, especialmente por su pobreza. Julia la rebelde; Julia, la que no seguía las creencias tradicionales romanas… Su padre, sin embargo, permitía aquel comportamiento, aunque no lo comprendiera, debido al gran aprecio que sentía por su hija. Julia Alba era una muchacha sensible, pero con una fortaleza de espíritu que le ayudaba a soportar las críticas de su abuela, que le reprochaba que se relacionase con “aquellos menesterosos”. Julia, la patricia que se juntaba con los más pobres de entre los pobres. Julia, quien tenía amistad con esos extraños romanos que seguían a un judío crucificado en tiempos de Tiberio… Algunos de sus familiares pensaban que había enloquecido.

Durante los dos años siguientes al incendio de Roma, la comunidad cristiana a la que acudía Julia decreció. Poco a poco los cristianos eran detenidos y condenados a muerte. Perecían desgarrados por fieras, crucificados o quemados en un espectáculo dantesco al que muchos romanos asistían con una sonrisa sardónica. Disfrutaban, pese a que veían morir injustamente a antiguos conocidos suyos. La propaganda de Nerón estaba surtiendo efecto. El populacho era amante del pan y el circo con que era cebado por las autoridades imperiales. Sin embargo, ver la firmeza y entereza de los cristianos, quienes cantaban y alababan a Dios en medio del sufrimiento, hizo que muchos romanos se preguntasen por qué no lloraban desesperados.

Llegó el amanecer de aquel 23 de julio en el que Julia Alba vería por última vez su ciudad natal. El sol comenzaba a abrirse paso entre las tinieblas nocturnas, momento que aprovechó para despertar a los cinco jóvenes que la acompañaban. Decidió que a cuatro de ellos los enviaría a Alejandría, donde conocía a algunas personas que podrían hacerse cargo de los muchachos. Le pareció que aquella ciudad sería un buen lugar para que continuasen su formación, pues destacaba como una de las ciudades más cultas del mediterráneo. Roma, que tenía demasiados frentes abiertos en aquella región del mundo, no se preocuparía de perseguirlos. Mientras que el quinto joven, Lucio Flavio Agrícola, iría con ella a Hispania. Este muchacho, aunque era un año más joven que ella, destacaba por su gran fortaleza física y una gran sensibilidad espiritual, lo que le llevaría a realizar grandes cosas en su vida. Además el joven había estado allí de pequeño, pues su padre era soldado, por lo que conocía el terreno y podía llegar a ofrecer cierta protección.
Comenzó a amanecer. Los jóvenes se despertaron y. Julia Alba les explicó el plan:   
Tranquilos, conozco personas en Alejandría que os ayudarán, podréis seguir estudiando allí y nadie os molestará por vuestra fe. Os prometo que os escribiré con frecuencia. Seguro que algún día podréis venir a Hispania Les prometió. Cecilio, Quinto, Antonio y Livio escucharon con incertidumbre y sentimientos entremezclados. Tenían miedo, pero confiaban en ella, sobre todo cuando leyeron la carta dirigida a sus benefactores de Alejandría.

Mientras tanto, Sexto Julio buscaba a su hija. No dejaba de preguntar a los criados si la habían visto. El hecho de que no hubiera dormido en casa le preocupaba enormemente y estaba asustado.
­­Ves? Sabía yo que esas malas compañías iban a meter a Julia en problemas, te lo dije gruñó amargamente la abuela, ante lo cual el paterfamilias respondió que no dijese tonterías.
Alrededor de la hora sexta alguien llamó insistentemente a la puerta. Una esclava abrió y se encontró con un hombre que pidió hablar con Julio, pues tenía algo que decirle sobre su hija.
Créame, han visto salir esta mañana a su hija acompañada por cinco jóvenes en dirección al puerto de Ostia aseguró el recién llegado.
¿Pero por qué iba a hacer una cosa así? Nunca se iría de Roma sin avisarme, ha tenido que ocurrir algo dijo, titubeante, el angustiado padre.
Lo único que se sabe es que anoche se produjo un asalto por parte de soldados imperiales, a una casa donde se reunían miembros de esa extraña secta a la que llaman cristianos. Desconozco si su hija estaba allí pero, según tengo entendido, uno de los chicos que la acompañaban forma parte de ese grupo respondió con voz queda.

La mención de esa palabra, cristianos, hizo reflexionar a un Sexto Julio que no terminaba de comprender. Ciertamente había observado cambios en su hija, pero tenía claro que no podía ser cristiana. No era una niña muy dada a la espiritualidad. Sexto Julio Carbo pensaba que su hija, por el mero hecho de sentir pasión por la filosofía, estaba totalmente alejada de la creencia en los dioses.
Aunque es cierto que su actitud con los pobres se asemeja a lo que hacen los cristianos reflexionaba. Eso de dar limosna a los mendigos, hablar con ellos, ir a cuidar enfermos... ¡incluso leprosos! No eran cosas habitualmente practicadas por los romanos. Y menos por un patricio. Sin embargo, esos cristianos lo hacían. Sexto Julio aún recordaba una vez en la que oyó decir a un cristiano lo que Jesús había predicado: “Bienaventurados los pobres en espíritu porque de ellos es el reino de los cielos”. Julio nunca había entendido esta frase: ¿cómo un pobre podía ser feliz? Aunque el senador era un buen hombre, pues siempre trataba de auxiliar a quien se lo pedía, no podía concebir la felicidad en alguien que se encontraba en situación de pobreza. Con estas reflexiones en la mente se puso en camino hacia Ostia, montado en su caballo. Confiaba en encontrar allí a su hija y, sobre todo, quería comprender el por qué de su huida, pues esto le atormentaba especialmente.
 ¿Habré sido mal padre? se preguntaba.



[1] Dama romana de la que apenas se conservan referencias históricas. Perteneció a la familia de los Cecilio Metelo. Probablemente fue hija de Quinto Cecilio Metelo Crético y esposa de Marco Licinio Craso, heredero del compañero de triunvirato de Pompeyo y César.
[2] La Domus Ecclesiae  era un edificio privado adaptado para las necesidades del culto donde se reunían las primitivas comunidades cristianas antes del Edicto de Constantino del año 313 d.C
[3] Término latino para designar al "padre de la familia”, tenía jurisdicción plena sobre su familia y siervos.

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