miércoles, 1 de julio de 2015

Enseñanza sobre la oración



Hoy comparto una enseñanza que dí hace un par de meses en un grupo de la Renovación Carismática Católica, sobre la oración basándome en algunos puntos del Catecismo.



2568 La revelación de la oración en el Antiguo Testamento se encuadra entre la caída y la elevación del hombre, entre la llamada dolorosa de Dios a sus primeros hijos: “¿Dónde estás? [...] ¿Por qué lo has hecho?” (Gn 3, 9. 13) y la respuesta del Hijo único al entrar en el mundo: “He aquí que vengo [...] a hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10, 7; cf. Hb 10, 5-7). De este modo, la oración está ligada con la historia de los hombres; es la relación con Dios en los acontecimientos de la historia humana.

Dios es quién nos busca cuando nos ponemos a orar. Pensamos que somos nosotros quienes vamos a estar con Él. Cómo si fuera algo que nace de nuestra voluntad Pero, en realidad, ha sido el Señor quien nos ha buscado. Somos un pensamiento suyo. Desde la Eternidad nos ama y, aunque evitemos pensar en Él o, incluso, le neguemos, siempre está con nosotros. Nos llama porque nos ama, y lo hace de tal modo que entregó a su Hijo para darnos la vida eterna. Esa vida cuyas puertas se cerraron con la caída de Adán y Eva. Cuando pecamos, podemos creer que nosotros somos quienes nos reprochamos el haber caído en pecado. Pero, en realidad, es Dios quien nos habla, a través de nuestra conciencia. A Dios se le encuentra entre los pucheros, en el desierto o en lo alto del Everest. Ocurre que muchas veces creemos estar solos y pensamos que no podemos hablar con nadie. Pero Dios está con nosotros y, por ello, debemos tenerle siempre presente. Con Él siempre podemos hablar, siempre está disponible, sobre todo en los momentos de sufrimiento o de peligro. Dios está siempre disponible para escucharnos. No debemos limitarnos a rezar durante quince, treinta o sesenta minutos cada día. Todo momento es momento para la oración. Orar, enseñaron los Padres de la Iglesia, es algo tan humano como respirar, comer, o amar. Los Padres de la Iglesia nos invitan a la oración continua. Lo decía Santa Teresa de Jesús “a Dios se le encuentra entre los pucheros”. Mientras cocinamos, podemos orar, mientras comemos, podemos orar, mientras caminamos igual… en todo momento, teniendo siempre presente a Jesús en cada momento de nuestra vida pensemos. Al ir actuar debemos pensar ¿Qué haría Jesús? Para tratar de seguir su ejemplo. Tener presente en todo momento a Dios en nuestro quehacer diario nos purifica. Orar purifica y nos ayuda a resistir las tentaciones, Dios es nuestra fortaleza y auxilio, nos quita cualquier miedo que podamos tener y nos ayuda a ser felices.
Caemos en pecado cuando dejamos de tener presente a Dios en nuestra vida. Cuando nos dejamos engañar por el tentador, quien  nos hace caer. Adán y Eva cayeron por una curiosidad malsana. Fueron engañados por la serpiente, que les prometió que serían “como dioses”, con capacidad de decisión sobre el bien y el mal. Se engañaron pensando que podían desobedecer a Dios. Esta actitud, que conlleva soberbia, sorprende a un Dios que ha creado al hombre por amor y ve como su criatura se desvía de lo que le había mandado. Dios se sorprende de las caídas del hombre a lo largo de Biblia, la historia humana y, también, de nuestra propia vida. De Dios no se ríe nadie. Pero El nos ha creado por amor. El amor no es impaciente, no exige y siempre perdona. Dios no puede obligarnos a amarle, nos lo ofrece pero no puede obligarnos. Un amor obligado no es verdadero amor. A Adán y Eva no les obliga a amarle, pero si a serle fieles en cuanto no comer del árbol de la vida. Sin embargo, ellos comen. Al desobedecer caen en el pecado. Se alejan de Dios. No supieron ser fieles en lo pequeño, lo cual conlleva su expulsión del paraíso.


Somos libres para amar a Dios, pero nuestra naturaleza humana ha sido creada para cumplir su voluntad. Adán y Eva traicionan su propia naturaleza al desobedecer a Dios. Por ello hace falta que esa naturaleza, herida por el pecado, sea sanada. El Señor, a lo largo del Antiguo Testamento, envía profetas que enseñan al hombre la necesidad de convertirse para recuperar la naturaleza de hijo de Dios y merecer la vida eterna. Finalmente, Dios envía a su Hijo, a Jesucristo, que se hace semejante en todo a nosotros menos en el pecado. Al asumir nuestra naturaleza, esta queda sanada. Muere, tal como Él mismo enseña en varias ocasiones, pero como es Dios resucita. Con su Resurrección abre de par en par las puertas del Paraíso. Nada más resucitar lleva a los difuntos que habían sido justos al cielo. Pero ¿Por qué Jesús hace todo esto? Porque ha venido para hacer la voluntad del Padre. También es tentado por el diablo, como Adán y Eva. Pero le vence mediante la oración. El propio Jesús habla de demonios que solo pueden ser expulsados mediante la oración. Jesús nos enseña a orar. Nos enseña el Padrenuestro, nos señala el camino para la oración cuando se retira al monte, en silencio, a orar. Pero Jesús oraba en todo momento al Padre, le tenía presente siempre. Cuando reza por los enfermos o cuando camina por la calle y la hemorroísa le toca el manto. Sana no porque sea un mago o un chamán, sino porque en todo momento tiene presente al Padre, habla con Él constantemente. Esto le permite cumplir la voluntad del Padre.

Nosotros debemos seguir el ejemplo de Jesús. Hemos de estar en continua oración. Cuando vamos por la calle, podemos pedirle a Dios por las personas con las que nos encontramos, especialmente si vemos que sufren. Cuando cocinamos, para que ese alimento ayude a nuestros invitados y para agradecerle el propio alimento. Cuando alguien nos cuenta un problema pues para que Dios le ayude. Somos Reyes, Profetas y Sacerdotes. Esto, que suena tan bonito, debe hacerse realidad en nuestra vida. Si somos sacerdotes por el bautismo es porque podemos interceder, mediante la oración, por nuestros hermanos. Como hacía Jesús. Sigamos su ejemplo de esa forma. 



La creación, fuente de la oración
2569 La oración se vive primeramente a partir de las realidades de la creación. Los nueve primeros capítulos del Génesis describen esta relación con Dios como ofrenda por Abel de los primogénitos de su rebaño (cf Gn 4, 4), como invocación del nombre divino por Enós (cf Gn 4, 26), como “marcha con Dios” (Gn 5, 24). La ofrenda de Noé es “agradable” a Dios que le bendice y, a través de él, bendice a toda la creación (cf Gn 8, 20-9, 17), porque su corazón es justo e íntegro; él también “marcha con Dios” (Gn 6, 9). Este carácter de la oración ha sido vivido en todas las religiones, por una muchedumbre de hombres piadosos.
En su alianza indefectible con todos los seres vivientes (cf Gn 9, 8-16), Dios llama siempre a los hombres a orar. Pero, en el Antiguo Testamento, la oración se revela sobre todo a partir de nuestro padre Abraham.

Abel, al ofrecer los primogénitos de su rebaño a Dios, está ofreciendo los frutos de su trabajo. A Dios se le encuentra entre los pucheros. El trabajo no debe ser algo mecánico y aburrido. No vale trabajar “porque algo habrá que hacer para comer”. Es cierto que el trabajo es visto como un castigo, pues tras la expulsión del Paraíso Dios dijo “te ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Pero, en realidad, no es un castigo. Bastante castigo fue expulsar al hombre de aquello para lo que le había creado. De hecho, si leemos el Génesis vemos que Dios creó al hombre para que trabajara, pues le concedió el don de dominar la creación. Quizá la diferencia era que, tras el pecado original, obtener los frutos del trabajo es algo costoso para el hombre. Pero, volvamos una vez más la mirada a Jesús. Durante casi toda su vida trabajó como un artesano. El Señor nos invita a amar el trabajo como condición de vida y medio de santificación. El trabajo no es solo vital para el progreso de la sociedad sino también un camino de santidad, como enseñaba Escrivá de Balaguer. Repito, a Dios se le encuentra entre los pucheros, también cuando trabajamos. No seamos comos esos holgazanes que dicen trabajar y matan el tiempo mirando Facebook. Debemos trabajar con responsabilidad. Sabiendo que la tarea que se nos ha encomendado es la que Dios quiere de nosotros. Es clave tener a Dios presente también cuando trabajamos, ofreciéndole los frutos de nuestro esfuerzo. No debemos trabajar creyendo que lo hacemos mejor que los demás, sino teniendo el espíritu de aquellos pobres siervos del Evangelio que tan sólo hicieron lo que debían hacer.



La invocación del nombre divino realizada por Enós fue tomada como ejemplo por los Padres de la Iglesia que sugerían rezar la Oración de Jesús. Esta oración de Jesús consiste en tenerle presente, durante nuestra vida diaria, repitiendo su nombre, diciendo “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí”, en todo momento y lugar. Es una oración muy completa. Al rezarla llamas a Jesús por su nombre, le reconoces como Señor de tu vida, confiesas que es Hijo de Dios y le suplicas que se apiade de ti, que te ayude. Dije que no debemos conformarnos con rezar unos minutos al día de forma seguida, sino que debemos hacer oración continua. Necesitamos trabajar, comer, dormir, hacer deporte… en definitiva hay un sinfín de actividades por las que no podemos estar todo el día de rodillas, o sentados, delante del Sagrario rezando. Pero si podemos invocar el nombre divino, podemos invocar en todo momento y circunstancia a Jesús orando, así, en todo momento y lugar. Por este motivo os sugiero rezar la oración de Jesús. Es una tradición de los Padres de la Iglesia, especialmente extendida por el mundo ortodoxo y que también es tradición entre los católicos orientales. 

Pero para rezar y que Dios nos escuche, debemos ser hombres justos e íntegros, como Noé. Hombres de bendición e intercesión. No podemos rezar como aquel fariseo que se daba golpes de pecho diciendo “mira Señor ese pecador, yo soy mejor que Él”. Tampoco podemos ser hipócritas que rezamos en público de un modo exagerado para que se nos vea, pero luego no pagamos un salario justo a nuestros trabajadores, nos dejamos llevar por sobornos, o despreciamos a nuestro prójimo. Dios tan solo nos pide que seamos perfectos en la caridad. Los mandamientos, enseña Jesús, se resumen en amar a Dios sobre todas las cosas y amar a nuestro prójimo, también los enemigos. Si solo amamos a los amigos no tenemos ningún merito y será difícil que entremos al Reino de los Cielos. Enseñaba San Francisco de Asís que nuestros actos pueden ser el único sermón que escuchen muchas personas en su vida. Si decimos que somos católicos y nos creemos muy buenos porque vamos a, por ejemplo, Tánger de misiones pero volvemos llamando a una hermana “la loca” o provocamos que se vaya de la parroquia alguien que nos cae mal, estamos siendo piedra de escándalo y confusión. Sin embargo, si uno es un católico comprometido, alguien que ayuda a los pobres no para aparentar sino por amor, que va a misa no por obligación sino por amor, que trata bien al amigo y al enemigo, que ayuda a las personas que le desagradan, está dando, con sus actos, posiblemente el mejor sermón que un cristiano puede dar. Al atardecer de la vida nos examinarán del amor, enseñaba San Juan de la Cruz. Si con nuestros actos mostramos un corazón justo e íntegro, Dios está con nosotros y nos bendice. Pero también bendice a toda la creación a través de nosotros. La creación, dice San Pablo, gime con dolores de parto esperando la manifestación gloriosa de los Hijos de Dios. Con nuestros actos podemos mostrarnos como verdaderos Hijos de Dios, permitiendo que Él a través nuestro bendiga esa creación. Se evangeliza mejor con los actos que con las palabras. Acerca más personas a la Iglesia un gesto de amor por parte del Papa Francisco, o la Madre Teresa de Calcuta, que la predicación de un teólogo que, aunque sabio, no ame a quienes le escuchan.  Dios nos llama a orar, porque a través de la oración nos va purificando para que todo esto sea posible. Sin oración es muy complicado que tengamos un verdadero amor al prójimo.
 

La Promesa y la oración de la fe
2570 Cuando Dios lo llama, Abraham se pone en camino “como se lo había dicho el Señor” (Gn 12, 4): todo su corazón “se somete a la Palabra” y obedece. La escucha del corazón a Dios que llama es esencial a la oración, las palabras tienen un valor relativo. Por eso, la oración de Abraham se expresa primeramente con hechos: hombre de silencio, en cada etapa construye un altar al Señor. Solamente más tarde aparece su primera oración con palabras: una queja velada recordando a Dios sus promesas que no parecen cumplirse (cf Gn 15, 2-3). De este modo surge desde los comienzos uno de los aspectos de la tensión dramática de la oración: la prueba de la fe en Dios que es fiel.

Abraham se marchó, dejando su vida anterior, para seguir al Señor. No lo hace a ciegas, ni porque huya de nadie, sino que lo hace por obediencia a aquel que le ha amado primero. Obedece a Dios porque antes ha escuchado. Ha sido precursor de ese “habla Señor que tu siervo escucha” que posteriormente pronuncia Samuel. No podemos orar llenando el silencio con palabrería, sino que debemos permanecer atentos a lo que el Señor quiera decirnos. Puede ser a través de una reflexión, puede ser a través de la Palabra, o de alguna vivencia personal. Dios nos habla en los acontecimientos de nuestra vida pero para escucharle debemos estar atentos. No podemos atropellar a Dios hablando sin parar, sino que primero hemos de escuchar, para saber lo que nos quiere decir. Abraham es un hombre de silencio. Esto no quiere decir que estuviera callado todo el día, sino que buscaba momentos silenciosos para escuchar a Dios. En cada momento de su vida pone altares, lugares de oración. Me recuerda a San Francisco o Santa Teresa, quienes fundaban convento allá donde iban.
Pero estos altares para Dios no son, exclusivamente, altares físicos. El Templo al que se refería Jesús era, en realidad, su cuerpo. Esos altares son las diferentes etapas y momentos de nuestra vida. En nuestro día a día podemos tener un espacio donde orar, aunque sea un momento. Un espacio vital donde podamos estar con el Señor. Vamos a la playa, en verano y, como de Incluso cuando se está de vacaciones se pueden buscar momentos para la oración e ir a misa. También en el trabajo podemos tener un momento y lugar para hacer, aunque sea, una pequeña oración. Como dije antes, a Dios se le encuentra entre los pucheros. Muchos alumnos, antes del examen, rezan un Padrenuestro, ese es un altar para el Señor, un momento para la oración. Hoy se ha perdido la costumbre de bendecir la mesa para comer. Comemos sin apenas darnos cuenta de que, si podemos comer, es porque Dios nos proporciona los alimentos y la posibilidad de tenerlos ¿Por qué no recuperamos ese altar, ese lugar de oración antes de comer? Dice mi amigo Iñaki que la mesa donde se come también ejerce, en cierto modo, función de altar doméstico.  ¿Por qué no poner una cruz en esa mesa para, al ir a comer, acordarnos del Señor? 

Posteriormente Abraham se queja porque algunas promesas no parecen cumplirse, o tardan en llegar. Es la impaciencia humana. A veces no nos damos cuenta de que, cuando Dios no concede aquello que le hemos pedido es porque no es bueno para nosotros. En muchas ocasiones escuchamos “es que Dios no me oye, le he pedido tal cosa y no me ha hecho caso” ¿Te has preguntado si era bueno para ti? También ocurre con aquello que pedimos y es, aparentemente, bueno. Algo que me hizo daño en el pasado fue pedirle, casi exigirle, a Dios ser sacerdote. El sacerdocio era una cosa buena, claro. Pero no era algo bueno para mí, pues no es la vocación a la que Dios me llama. Por eso no me lo concedió. Si le pido poder comer durante el resto de mi vida me lo concederá, porque es algo bueno para mí. Pero la comida no llueve del cielo, sino que uno debe ganársela mediante los medios y talentos que Dios nos da. “El que no trabaje que no coma”, enseña San Pablo. Algunos dicen “Es que Dios no es bueno, le pedí por la salud de tal persona y, sin embargo, ha muerto”. Esto muestra desconfianza en Dios y desconocimiento de lo más fundamental de nuestra fe: la esperanza en una vida eterna gracias a la Resurrección de Cristo.



Cuando se reza se debe pedir a Dios con humildad, buscando que sea su voluntad. Si pedimos algo a Dios con soberbia, estamos intentando secuestrar su voluntad. El Señor, en ese caso, no nos va a escuchar. Igual ocurre si le pedimos algo que no nos conviene. Uno se enamora de una chica. Pero esta chica no le conviene. Por mucho que el chico le pida a Dios que la chica le haga caso, no se lo va a conceder. Quizá transforme a la chica, haciéndola conveniente para él. Pero, lo más probable, es que no se lo conceda. El error del chico sería rebelarse porque Dios no le ha concedido lo que pedía. Pero, quizá, mientras pierde el tiempo rebelándose, Dios le ha puesto una serie de chicas convenientes en su vida, dándole oportunidades que ha desaprovechado por no estar atento a la voluntad de Dios, orando con palabrería y queja en vez de estar atento, en el silencio, a escuchar al Señor. ¡Cuántas insatisfacciones producen en el hombre no buscar que se cumpla la voluntad de Dios!

2571 Habiendo creído en Dios (cf Gn 15, 6), marchando en su presencia y en alianza con él (cf Gn 17, 2), el patriarca está dispuesto a acoger en su tienda al Huésped misterioso: es la admirable hospitalidad de Mambré, preludio a la anunciación del verdadero Hijo de la promesa (cf Gn 18, 1-15; Lc 1, 26-38). Desde entonces, habiéndole confiado Dios su plan, el corazón de Abraham está en consonancia con la compasión de su Señor hacia los hombres y se atreve a interceder por ellos con una audaz confianza (cf Gn 18, 16-33).

La purificación que experimenta el alma humana mediante la oración nos lleva a amar realmente a nuestro prójimo. Entre las virtudes cristianas se encuentra la hospitalidad. La oración es algo parecido a cuando dejamos -en nuestra casa, es decir en nuestra alma, a Jesús quien, tal como enseña en el Evangelio, está fuera llamándonos. Dios, igual que no puede obligarnos a amarle, tampoco puede forzar nuestra conversión. Pero nos llama, esperando que le abramos. Tal como enseñaba San Juan Pablo II, debemos abrir nuestro corazón, de par en par, a Cristo, para que entre con plenitud y nos ayude, de este modo, a ser santos. No debemos temer, sino dejarle actuar en nuestra vida.
 
El corazón de Abraham estaba en consonancia con la compasión de Dios hacia los hombres porque el Patriarca, previamente, lo había abierto para que el Señor actuase en su vida. Además de ponerse en camino, abandonando su tierra, sin mirar atrás, deja que el Señor entre en su vida y cambie su corazón. Nosotros podemos seguir el ejemplo de Abraham en la oración, dejando que el Señor lo purifique de todo aquello que nos impide seguirle en plenitud. Puede ocurrirnos, por ejemplo, que tengamos prejuicios hacia  determinado tipo de personas. Esto provoca que tratemos mal a quienes forman parte de ese grupo, aunque sea un vecino o compañero de trabajo. Esto le ocurría también a Santa Teresita del Niño Jesús. No soportaba, en un principio, a una hermana de su comunidad. Sin embargo, por medio de la oración, el Señor fue cambiando su corazón, haciendo que sintiera compasión por esa hermana y la tratara bien. Si no dejamos que Dios cambie nuestro corazón, purificándonos, este estará en consonancia con el corazón de Dios. Esto impide que seamos del todo buenos cristianos. Es fundamental, por ello, que oremos con humildad, abriendo nuestro corazón, enseñándole a Dios nuestras heridas más profundas para que Él las sane. No tengamos miedo de mostrarle a Dios nuestro rencor hacia alguien, o nuestro mal comportamiento en determinado momento. Pongamos nuestros pecados a los pies de la Cruz, para que Jesús los sane. Él no se asusta, al contrario, los demonios huyen en cuanto se invoca los nombres de Jesús y de la Virgen María. Orar invocando sus nombres nos sana.

2572 Como última purificación de su fe, se le pide al “que había recibido las promesas” (Hb 11, 17) que sacrifique al hijo que Dios le ha dado. Su fe no vacila: “Dios proveerá el cordero para el holocausto” (Gn 22, 8), “pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar a los muertos” (Hb 11, 19). Así, el padre de los creyentes se hace semejante al Padre que no perdonará a su propio Hijo, sino que lo entregará por todos nosotros (cf Rm 8, 32). La oración restablece al hombre en la semejanza con Dios y le hace participar en la potencia del amor de Dios que salva a la multitud (cf Rm 4, 16-21).



Dios pone a prueba a Abraham, es quizá la mayor prueba para un padre: el sacrificio de un hijo. Pero Dios no quiere el mal para Abraham o su hijo, sino que quería probar dos cosas. Primero hasta que punto Abraham amaba a Dios. Segundo hasta que punto confiaba en Dios. Abraham ama a Dios hasta el punto de aceptar esa dura petición, pero lo hace con la confianza de que Dios hará algo para que su hijo no muera. Su fe no vacila, sino que confía en que “Dios proveerá”. No obstante, Abraham tenía la libertad de haber dicho “Por ahí no paso”. Sin embargo confía, como posteriormente confiaría la Virgen María cuando el Ángel le dice que va a tener un hijo aunque no conozca varón. María tampoco sabe como es posible esto, pero confía. Así debe ser nuestra oración. Con humildad, pidiendo a Dios aquello que se ajuste a su voluntad y que sea bueno para nosotros. Pero pidiéndolo con confianza. Recordaba en alguna ocasión mi oración durante la enfermedad de mi padre. Yo rezaba para que el Señor le sanara, claro. Pero siempre buscando que fuera la voluntad de Dios. Yo confiaba en que, ocurriera lo que ocurriera, sería bueno pues, en realidad la muerte no es sino un paso hacia la vida eterna. Rezar confiando en que la voluntad de Dios sería buena, fuese cual fuese esa voluntad, me permitió rezar, cuando murió, con el profundo agradecimiento de haber tenido un padre como el que tuve.

Pero a veces se cumple aquello que uno pide con confianza y buscando que sea la voluntad de Dios. Por ejemplo una cuñada de mi hermana, que iba a dar a luz, se encontraba en una encrucijada. Por algún problema que se presentó al romper aguas, resultaba que era muy probable que madre y bebé murieran. Yo recé, pidiendo que se cumpliera la voluntad de Dios, con la confianza de que ese parto saldría adelante para mayor gloria de Dios. Así ocurrió, finalmente. Se despertó mi sobrina, que tenía apenas un par de meses, riendo en mitad de la madrugada. Un instante después mi cuñado mandó un mensaje diciendo que la buena mujer había dado a luz y que tanto ella como el niño se encontraban en perfecto estado, gracias a Dios.

Dios no permitió que Abraham sacrificase a su hijo finalmente. Sin embargo, entregó a Jesucristo a la muerte, pero lo hizo para salvar al hombre. Por ello también debemos orar siendo conscientes de que somos hijos de Dios por adopción. Conscientes de que Jesús intercede por nosotros, tal como Abraham hizo en el Antiguo Testamento. Cuando rezamos es normal que lo hagamos pidiendo perdón por nuestros pecados. Pero no tenemos que rezar fustigándonos y quejándonos de lo pecadores que somos. Sino pidiendo a nuestro más grande intercesor, a Jesús, que nos ayude a convertirnos, que sane nuestras heridas y enfermedades del alma y que nos haga santos. Si somos hijos de Dios es porque el Hijo se entregó, voluntariamente, por nosotros para salvarnos. Entonces ¿A qué tenemos miedo? Busquemos a Dios en la oración, abriendo nuestro corazón y pidiendo al Espíritu Santo que nos haga semejantes a Cristo.

2573 Dios renueva su promesa a Jacob, cabeza de las doce tribus de Israel (cf Gn 28, 10-22). Antes de enfrentarse con su hermano Esaú, lucha una noche entera con “alguien” misterioso que rehúsa revelar su nombre pero que le bendice antes de dejarle, al alba. La tradición espiritual de la Iglesia ha tomado de este relato el símbolo de la oración como un combate de la fe y una victoria de la perseverancia (cf Gn 32, 25-31; Lc 18, 1-8).

No obstante, la oración es también un combate de la fe y una victoria de la perseverancia. Es muy fácil caer en la pereza espiritual, en el conformarse con una oración de mínimos. El tentador siempre va a buscar la forma de alejarnos de la oración. Debemos estructurar nuestra jornada para buscar esos momentos de oración. Por ejemplo rezar por la mañana y/o por la noche, rezar a tal hora el Rosario, etc. Pero, sobre todo, si nos hemos propuesto orar un rato a diario, lo mejor es buscar un horario fijo. La oración es un combate porque pueden venirnos muchos motivos para no rezar: estamos cansados, ponen en la televisión algo que nos gusta ver, una llamada de teléfono que nos despista. Son cosas sin demasiada importancia. No necesariamente malas, pero que pueden alejarnos de la oración. De ahí que sea un combate. Además, la oración nos prepara para el combate que se desarrolla a lo largo de nuestra vida. Es decir, sin oración es más probable que caigamos en pecados que si tenemos una buena vida de oración. Alguien acostumbrado a orar tendrá más facilidad para no caer en la tentación de pecar. Por ejemplo, va por la calle y ve una chica preciosa. Puede venirle una tentación. Pero si es hombre de oración, rezará para que esa tentación disminuya y, en todo caso, dará gracias a Dios por la belleza pero sin caer en el pecado. Una persona que no reza, sin embargo, es más probable que caiga en la tentación, aunque sea mediante un pensamiento obsceno con esa muchacha. Quien ora, si es posible, continuamente, sabrá  gestionar mejor una situación violenta, por ejemplo un enfado ante una acción molesta por parte de otra persona, que aquel que no hace oración. 



Enseñaba San Francisco de Asís que la vida del cristiano consiste en llevar el Evangelio a la vida y la vida al Evangelio. Consiste en ser Evangelio viviente. Pero, para ello debemos ser hombres y mujeres de oración, personas que leamos el Evangelio no como quien lee una novela sino con el objetivo de interiorizarlo para llevarlo a la práctica. Por eso la oración es una ardua batalla. Dura batalla, pero fundamental para ser un buen cristiano. Recordad: orad en todo tiempo y lugar, buscando la Gloria de Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

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