miércoles, 12 de marzo de 2014

El peregrino cautivado por el torreón de Santoyo

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El caminante llegaba por aquel camino pedregoso, rodeado por dorados trigales. Pasó por aquel convento, pequeño y antiguo, donde vivieron santos y donde más de una vez se alojó quien fuera ama de leche de aquel inolvidable rey navarro, el gran rey navarro. Ese peregrino seguía el camino de las estrellas y vio, de pronto, alzando la cabeza, un majestuoso torreón, un campanario que emergía en medio de un humilde pueblo, fundado en época de los vacceos y que llevó por nombre el del gran emperador de Roma, Octavio Augusto, quien nos hizo a los paisanos plenamente romanos.
Pasó las murallas de aquella pequeña villa, cautivado por esa imponente iglesia cuyo torreón le había enamorado. Llegó hasta la plaza, en ella había unos rosales. Escuchó las campanas repicar, anunciando que se acercaba la hora de la Eucaristía. Entró a la iglesia, que llevaba por nombre el de aquel que no era digno de desatar las sandalias de Cristo y había predicado en el desierto. Mientras oraba quedó cautivado por el majestuoso retablo, donado por una persona del pueblo, Sebastián Cordero de Nevares, quien era Secretario Real de Felipe II. Terminó la Santa Misa, salió a la plaza y vio a mozos y mozas, bailando jotas castellanas al son de las dulzainas. Era 24 de junio, era el día grande de aquel pequeño pueblo, Santoyo, cuya iglesia es conocida como una de las minicatedrales palentinas.
Tras comer en la posada, un buen lechazo como no podía ser menester, acompañado de una jugosa hogaza de pan y regado por un buen Ribera del Duero, reemprendió la marcha, rumbo a Santiago, donde esperaba llegar para la fiesta del Santo Apóstol.
Este relato ha sido escrito en un momento creativo dentro de la asignatura del Máster en Periodismo Social que Carlos González, periodista de COPE, nos está dando esta maravillosa semana donde tanto estamos disfrutando.
Santoyo, ese lugar donde todo es posible y donde el alma experimenta algo realmente maravilloso.

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