martes, 23 de julio de 2013

Sin humildad es imposible la santidad

Queridos hermanos el Señor os bendiga y os guarde, os muestre su rostro y os de su salvación. Hemos oído hablar mucho sobre la “humildad” pero ¿realmente sabemos qué es la humildad? Intentaré explicarlo con mis palabras, ayudado también por las enseñanzas de Inmaculada Moreno en la Asamblea Nacional de la Renovación Carismática Católica en España (celebrada en Madrid los pasados días 5, 6 y 7 de julio) , alguna cita de Monseñor Munilla y de San Francisco de Sales, el santo cuyo modelo he propuesto seguir durante el presente año.

Es propio del corazón humilde alabar a Dios en todo momento, incluso en aquellos donde más pecador y miserable puedo sentirme, ya que es entonces cuando podemos ser conscientes de cuanto nos ama y, también, cuando Él va haciendo su obra en nuestro corazón si abrimos de par en par las puertas de nuestra alma a su acción sanadora, tal como decía el beato, próximamente santo, Juan Pablo II "no tengáis miedo, abrid de par en par vuestro corazón a Cristo", pues eso, hermanos, abramos nuestra alma al Señor, para que Él actúe en nosotros. En esos momentos de desesperanza debemos tratar de ser conscientes de que, en realidad, cada uno de nosotros es lo más sagrado del mundo, pues somos criaturas de Dios, tenemos un Padre que nos cuida y sana, por ello hemos de mirar las obras que ha hecho en nosotros para proclamar sus maravillas. Creedme, aunque podamos sentirnos desdichados, Dios nos ama, por ello debemos confiar en Él, asentando nuestra felicidad en el Señor..

Ser humilde implica, igualmente, amarnos en todas nuestras pobrezas y debilidades, pues así podremos amar a nuestro prójimo, con quien debemos tener una actitud de escucha y acogida, atendiendo al necesitado y escuchándole para poder ayudarle. Nosotros, aún con nuestros pecados, somos templo del Señor, por eso tenemos que hacer de nuestra alma un lugar de oración y recogimiento para poder escuchar aquello que Dios quiere decirnos, para hacer su voluntad y poder alabarle, de ese modo podremos ser realmente felices. Pero que seamos algo sagrado no implica que podamos, por ello, ser soberbios y engreídos, al contrario, tengamos en cuenta que María, posiblemente la criatura más perfecta y cercana a Dios (Jesucristo "juega en otra liga", como puede comprenderse), era  también humilde y todo lo que de ella y de su divino hijo decían lo guardaba en su corazón, en el silencio. Seamos hábiles como zorros, para poder vencer al tentador e, igualmente,  vivamos siendo mansos como palomas (Mateo 10:16), siguiendo el modelo de  Cristo, haciendo de la mansedumbre una constante en nuestra vida. Inmaculada Moreno decía, en la Asamblea, que los cristianos hemos de meternos en el corazón de Jesús de la mano de María, teniendo confianza en Dios, que es quien nos guiará (me encanta la canción "peregrino a donde vas..."), por eso hemos de fiarnos (como hizo Ella) pues Él nos lleva de las tinieblas a la luz, expresándose su gloria en todo lo creado (la Creación aguarda, con dolores de parto la manifestación de los hijos de Dios... (Carta de San Pablo a los Romanos 8:19).

El Magnificat es la esperanza que tiene María en la grandeza de Dios, nuestro liberador. Como dije al principio, en muchos momentos podemos sentirnos agobiados, pero si tenemos auténtica fe en Dios el nos libra de esa pesada carga, dándonos su yugo llevadero y abriendo nuevos caminos en nuestra vida, pues es en la oscuridad, cuando no se ve nada, cuando realmente se expresa la gloria de Dios. Nuestra alma proclama la grandeza de Dios porque hace obras grandes en nosotros cuando tenemos un corazón confiado y el alma abierta a su acción sanadora. Para Dios nada es imposible, se vio en María, en su prima Isabel y se ve en nuestra vida cuando hemos salido de una situación complicada gracias a que el Señor ha obrado (soy testigo de ello, estuve deprimido y Él me sanó, estuve perdido y Él me encontró). Aunque el mal quiere nuestra destrucción, es más poderosa la misericordia de Dios, quien restaura en el silencio. Por ello debemos valorar el silencio, en la oración y en el resto de actividades que realizamos, guardando lo que Dios nos da en nuestro corazón. El Señor nos llama a la quietud, a esperar en Él, pues rompe aquellos muros que nos hacen caminar como ciegos y nos llena con su luz maravillosa, la de su Santo Espíritu. Hubo una bella actividad que hubo en la Asamblea donde se veía como Dios obra en el silencio, incluso en situaciones donde no comprendemos que “no haga nada”, pues aunque no lo vemos, él está obrando. Dicha dinámica consistía en un chico que iba a rezar y le dijo al Señor "quiero ocupar tu puesto", el sacerdote que representaba a Cristo se bajó de la Cruz y el chico se subió a ella, pero el Señor le había dicho "guarda silencio, pase lo que pase". Entonces entraron varias personas a rezar, uno de ellos con un maletín que se dejó olvidado. Entonces otro chico entró a la capilla y se llevó el maletín y el que había ocupado el lugar de Cristo dijo "ey! no te lo lleves, no es tuyo". En ese momento entró Jesús y le amonestó diciendo "En ese maletín había documentos importantes para su dueño pues tenía planes para destruir el mundo. Si no lo hubiera encontrado, si hubieras guardado silencio y el otro chico se los hubiera llevado, al no saber que eran, los hubiera roto. Pero su dueño está viniendo hacia aquí, has podido provocar la destrucción, bájate de ahí ahora mismo". La moraleja es que muchas veces nos preguntamos sobre el silencio de Dios, e incluso le echamos la bronca por ese silencio, pero la diferencia es que Él es infinitamente superior a nosotros y conoce todos los corazones, sin embargo nosotros, por hablar o actuar sin saber, podemos crear graves problemas.

Ser humilde significa dejarse transformar por Dios, Él no nos ha llamado a la gran vocación, la de la santidad, porque seamos capaces de ser santos, en realidad nosotros no somos capaces de llegar a santos o de ser un buen sacerdote o un buen padre de familia por nuestras propias fuerzas, es Dios quien hace esa obra grande en nosotros. El es Santo, por ello nos llama a ser santos, es quien nos cría, nos educa, en la tarea que nos ha encomendado ya que Él es nuestro Padre, por ello podemos llamarle como Jesús: Abba Padre. Por el bautismo somos sacerdotes, reyes y profetas, creados a imagen de Dios, por ello digo que somos sagrados, lo más querido por Dios, pero no por ello somos Dios, por tanto debemos tener un equilibrio entre la grandeza de sentirnos hijos de Dios y la humildad de sabernos pecadores, pero esto último no para flagelarnos, como se hacía antes, sino para convertirnos, para volver el rostro al Señor sabiendo que necesitamos que nos dé su Espíritu Santo, el cuál nos guía y ayuda a ser santos, a imitar a Cristo, de quien debemos ser espejo y a quien debemos amar totalmente como Él nos ha amado totalmente desde toda la eternidad. San Francisco de Asís decía que la verdadera penitencia no era darse disciplina, sino convertirse de corazón, es decir volver el rostro a Cristo y seguir de verdad sus mandamientos. Además, la humildad de sabernos necesitados de Dios debe llevarnos a una actitud de constante alabanza y a buscar en lo más profundo del alma al Señor. Con ello podremos alcanzar una felicidad honda y eterna que nadie puede arrebatar (Carta de San Pablo a los Romanos, 8, 37-39). No obstante, también hay que arrancar aquellas cosas que, estando presentes en nuestras vidas, no nos permiten seguir a Dios, debemos acumular tesoros en el cielo, no en la tierra (Mateo 6, 19-21).

Siguiendo con la humildad, tengamos en cuenta que Dios pone su mirada en la pequeñez de María. Hemos de preguntarnos ¿Cómo miro a María? Lo mejor es mirar como lo hace Dios, quien se fija en lo pequeño. Recuerdo un amigo, Enrique, que me decía “a la hora de actuar, sea en la circunstancia que sea, siempre me pregunto ¿Cómo lo haría Jesús? Debo ser humilde, pensando en la forma de actuar de Jesús y seguir su ejemplo. Un caso, cuando nos sentimos ofendidos, recordemos cómo Cristo, cargando con la Cruz, aguantaba todo tipo de insultos, salivazos, golpes, dando su vida en la Cruz. Debemos pedir a Dios que nos conceda la gracia de mirar con su mirada, también la luz de ver como somos, siendo conscientes de que el Señor nos ama, dejándonos transformar por Él. No debemos tener una actitud victimista ni lastimera diciendo “que pecador soy, no tengo remedio”, eso no es humildad, es soberbia (de hecho el pecado contra el Espíritu Santo consiste en dudar de su acción salvadora, es decir la desesperación por creer que no te vas a salvar). El humilde se sabe pecador, pero se deja transformar por Dios, pues cuando reconocemos nuestra pobreza comprendemos que solo de Dios viene nuestra fortaleza. Seamos conscientes de que Jesús ha tomado nuestra carga, liberándonos y salvándonos, sus heridas nos han curado (Isaías 53,5). Si meditamos el relato de la Pasión y vemos lo que ha hecho Jesús por nosotros no podemos dudar del amor de Dios, cuando el Padre ha entregado a su Hijo para que diera su vida por nuestra salvación y encima ha mandado el Espíritu Santo para que nos guíe y nos santifique. Además María nos rodea con su abrazo, como hizo cuando bajó a Jesús de la Cruz, ella era pequeña y sabía de donde venía su fuerza, pidamos, por tanto, a María que nos mire, que nos cubra con su manto y nos lleve a Jesús.

Inmaculada Moreno decía que la gracia del Señor nos llena de sus bendiciones y que, debemos seguir el modelo de María si queremos proclamar, de verdad, las maravillas del Señor. Israel se alejó del Señor por orgullo, sin embargo en aquella situación, estando en Babilonia, sentía nostalgia de su tierra (Salmo 136). A veces necesitamos perder cosas para darnos cuenta de que lo realmente importante es Dios, quien nos purifica y permite que podamos volver a Él, tal como decía la hermana Inés la semana pasada, mediante el Sacramento de la Reconciliación, que es como aquel “me levantaré y volveré a mi Padre” del hijo pródigo (Lucas 15, 1-3.11-32). Cuando el sacerdote nos absuelve Dios nos está dando el abrazo que dio a este hijo pródigo su padre. El Resto de Israel estaba compuesto por aquellos que comprendían la grandeza del Señor y se dejaban purificar por Él, es en la humildad, en el reconocer lo grande que es Dios, cuando actúa en nuestra vida. Lo que no es humildad son las posturas farisaicas, propias de quien no han contemplado realmente a Dios y tienen deseo de poder, como tampoco es humildad la desesperación por creer que no te vas a salvar (desconfiando del amor de Dios y de la acción sanadora del Espíritu Santo). Nosotros estamos al servicio del Señor y de los hermanos. Por eso debemos amar a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos, por eso decía antes que nuestro pecado no nos debe llevar a la flagelación ni a la desesperación, sino que nos debe llevar a sentirnos amados por Dios, a querernos como hijos suyos y amar, también como criaturas de Dios que son, a nuestro prójimo, en definitiva a convertirnos, siendo de verdad cristianos.

Para poder alabar realmente a Dios debemos hacernos pequeños y humildes. A veces parece que, a la hora de alabar, nos callamos, por vergüenza, cuando lo hacemos no estamos siendo pequeños. Para alabar a Dios no hace falta cantar tan bien como Plácido Domingo, de hecho son pocos quienes cantan como él. Para alabar a Dios basta con cantar con el corazón, con humildad y con amor al Señor, como hacía María. El Magnificat es proclamación de la grandeza de Dios, agradeciéndole sus dones, la alabanza es un agradecer al Señor por todo, lo cuál nos despierta al amor. También cuando no se está cantando, hay que soltar esa vergüenza y repetir, aunque sea, “Alabado seas Señor”, aunque no digas más que esa frase, pues “Dios es, eso basta” y sabe todo lo que llevas en tu corazón y te bendice. Puedes incluso hacer alabanza al Señor cuando vas por la calle, cuando estás trabajando o realizando otras tareas (cocinar, por ejemplo, "a Dios se le encuentra entre los pucheros" decía Santa Teresa de Jesús en Fundaciones, 5,8).

Vivimos en una época donde hay mucha desesperanza, vemos rostros compungidos cuando caminamos por la calle o vamos en el metro. Pero nosotros no debemos perder el tiempo con los lamentos sino que debemos alabar a Dios, teniendo una permanente sonrisa grabada en nuestra cara, para que esta muestre que nos sentimos realmente bendecidos por Dios. La alabanza es batalla ante el mal, con ella desplegamos nuestra alma, decía Inmaculada Moreno, y con ella Dios derriba nuestros muros interiores colmándonos de bendiciones. En la alabanza debemos unirnos a María, haciendo de nuestra alma una verdadera acequia por la que discurra el caudal maravilloso del amor sanador de Dios. A Jesús llegamos por María, todo suyo somos y todo lo nuestro es suyo pues es nuestra Madre, así se lo dijo el Señor a Juan, apóstol y evangelista (Juan 19, 25-27). Inmaculada Moreno decía que la humildad es cimiento de todas las virtudes. Cuando nos dejamos llevar por la soberbia, sea creyéndonos mejor que alguien, de modo farisaico, o pensando que no tenemos remedio, estamos negando la desproporción que hay entre nosotros y Dios, cuando para Él nada hay imposible. Y cuando digo que nada es imposible para Dios me refiero a eso, a que nada hay imposible para Dios, creedme, pues lo he vivido.

Inmaculada también apuntaba que, para alcanzar a Dios, debemos tener infancia espiritual, como señalaba SantaTeresita del Niño Jesús. Nosotros somos, o deberíamos ser, está en el Evangelio (Mt 5, 3), niños, por ello debemos agarrarnos de la mano a Jesús y a María, para que nos guíen en nuestro camino, sin soltarnos de su mano. El gran obstáculo para tener un corazón humilde, y por ello para ser realmente cristiano, es nuestro yo, nuestro hombre viejo. Por ello debemos aprender a abnegarnos, a negarnos a nosotros mismos, apartando todo aquello que nos impide ser santos. Igual que cuando no comemos una tarta porque estamos a dieta debemos actuar a la hora de evitar ciertas cosas que nos impiden hacer la voluntad de Dios. Siendo humildes Él transforma nuestro ser, ser humilde implica poner a Dios por encima de todo en nuestra vida, a pesar de nuestros sufrimientos, o debería decir: sobre todo en nuestros sufrimientos, pues en Dios está nuestra salvación y fortaleza. La fecundidad de un corazón humilde y verdaderamente cristiano está en morir al hombre viejo dejándonos transformar por el Espíritu Santo. Dios nos invita a descargar en Él, que es manso y humilde, aquello que nos agobia y nos hace caer (Mateo 11,28).
 
La sencillez es un toque de elegancia del cristiano, además de ser muestra de un corazón humilde. Humildad y simplicidad es estar concentrado en Dios, tal como se es. A la hora de mirar la vida de los santos, para seguir su ejemplo, no debemos pretender ser como ellos. No habrá otro San Francisco de Asís. Sino que debemos mirar como siguieron a Jesús y tomar su ejemplo, pero siendo nosotros pues Dios nos ama tal como somos, con nuestras flaquezas y debilidades, por ello debemos confiar en su obra sanadora y santificadora. Pero estar en camino de santidad no quiere decir que ya seamos santos, simplemente que estamos en ese camino, somos peregrinos en esta tierra, como dijo Benedicto XVI. Creer que ya se es santo no es propio de un corazón humilde. San Francisco decía que no era más que un pecador, aunque se sabía amado y bendecido por Dios, y eso es lo que le ayudó a ser santo. El Señor usa a los que parecen más débiles, por ser más humildes, para derribar muros que parecía inexpugnables. Monseñor Munilla esto lo ve reflejado en el Papa Francisco, con quien se está acercando mucha gente que estaba alejada de la Iglesia e, incluso, no era creyente. Los frutos de la humildad son enormes, pues el humilde sonríe al saberse amado por Dios, lo cuál le permite comprender todo lo acontecido en su vida y puede tener una relación sencilla con Dios. Además el humilde posee un gran don de discernimiento. Sabiendo que somos humildes, sintiéndonos pequeños, podemos decir realmente que somos hijos de Dios.
 
Nosotros, como cristianos católicos, somos Iglesia. La Iglesia, decía Monseñor Munilla, es como un iceberg, pues externamente solo se ve una parte, mientras que su belleza está más escondida. Nosotros, si tenemos un corazón humilde y nos sabemos hijos de la Iglesia, somos saciados, consolados y alimentados por ella a través de los Sacramentos, de su Magisterio y de la Tradición y el Depósito de la Fe que ella conserva. Nuestra vida debe estar centrada y arraigada en Cristo, dejándonos de preocupar por aquellas bobadas que nos apartan de su camino (Carta de San Pablo a los Colonenses 2,7). Debemos ofrecer a Dios el sacrificio de nuestro amor propio siendo, como dije antes, mansos como palomas, aunque astutos como serpientes pues somos ovejas en medio de lobos, especialmente en esta sociedad en que nos ha tocado vivir, tan paganizado. Pero a pesar de las dificultades debemos buscar la gloria de Dios.
 
La fe no se debe vivir como un mero rito exterior, ya que es mucho más que eso. Uno no se hace cristiano por ideología o porque le caiga bien Jesús o por costumbre, como decía Benedicto XVI en la Encíclica "Deus, Caritas Est". Es cierto que, por costumbre, uno pude sentirse cristiano, pero no está convertido ya que uno se hace cristiano de verdad cuando ha sentido el gozo de Dios, cuando se ha encontrado con Jesucristo Vivo y Resucitado, experimentando su Misericordia. Es, con este encuentro, cuando todo cobra auténtico sentido, incluso para quien tenía fe. Vivir los Sacramentos sin estar realmente convertido es como devorar a toda prisa un jamón de bellota sin saborearlo, sin degustarlo. Los Sacramentos, y en general la fe, se viven de forma auténtica cuando uno realmente ha experimentado conversión, cuando Cristo se encuentra conmigo y cambia mi corazón, con ello mi vida se transforma.
 
San Francisco de Sales decía que "para recibir la gracia de Dios en nuestros corazón es necesario tenerlo vacio de nuestra propia gloria. La humildad ahuyenta al demonio, es por ello por lo que Jesús y María y todos los santos han honrado y amado esta virtud más que ninguna otra. Aspectos como alcurnia de familia, favor de los mandatos o la popularidad, decía, no están en nosotros sino en nuestros antepasados. Igualmente, aunque algunos se muestran orgullosos de cabalgar sobre un bravo corcel, porque llevan un penacho de plumas en su sombrero o porque visten lujosamente, en realidad ese mérito reside en el caballo, el ave o el sastre. También hay quien se enorgullece de saber bailar, jugar o cantar pero, se preguntaba ¿no es pobreza de carácter el querer aumentar el propio valer y acrecentar la reputación con cosas tan frívolas y vanas? Igualmente hay quien se cree sabio por poseer un poco de ciencia y pretenden ser llamados maestros, aunque en realidad son pedantes. Todas estas cuestiones son, indicaba, extremadamente vano, necio e impertinente, siendo su gloria vana, estúpida y frívola. En cambio, si queremos conocer si un hombre es de verdad prudente, sabio, generoso y noble debemos fijarnos en si estas virtudes le llevan a la humildad y la modestia, pues es cuando son verdaderos bienes, mientras que si son causa de orgullo en realidad son bienes solo en apariencia al estar alimentadas de soberbia y vanidad".
 
Igualmente, decía san Francisco de Sales, los honores, puestos y dignidades crecen mejor y dan mayor fruto cuanto más pisoteados son, como el azafrán. La hermosura para que tenga gracia no ha de ser valorada, la ciencia nos deshonra cuando degenera en pedantería. El deseo y el amor de los honores nos hacen despreciables. Aplicado a nuestra Renovación Carismática Católica podríamos decir que uno no debe desear ser servidor para que digan “que bien lo hace” o por sentirse importante, o porque se crea que es quien mejor puede hacerlo. El que desee ser servidor debe sentirse el último de todos, el menos válido, pero teniendo la sana intención de servir a Dios y a los hermanos, pudiendo decir al finalizar su servicio “solo soy un pobre siervo, he hecho lo que he podido” (Lucas 17, 7-10). Un servidor debe estar dispuesto a lavar los pies a su hermano o a curar sus heridas, como vemos en el Evangelio o en los ejemplos que nos está dando el Papa Francisco. Esto es extrapolable a cualquier movimiento, congregación o realidad de nuestra querida Iglesia Católica.
 
En relación con lo que he indicado anteriormente sobre alabar y dar gracias a Dios, decía san Francisco de Sales que “muchos no quieren, ni se atreven a pensar y a considerar las gracias que Dios les ha concedido por temor a volverse engreídos” y decía que se engañaban porque, como ya había dicho Santo Tomás de Aquino, el verdadero medio para alcanzar el amor de Dios es la consideración de los bienes que hemos recibido de Él, pues cuanto más los conozcamos más lo amaremos. Nada, indicaba el santo Obispo, puede hacernos tan humildes delante de la misericordia de Dios como conocer sus beneficios y ver cuanto nos ama a pesar de nuestros pecados pues donde creció el pecado más se desbordó la Gracia divina. La consideración viva de las gracias recibidas nos hace crecer en la humildad, ya que el conocimiento engendra el reconocimiento.
 
No debemos temer, no obstante, que lo que Dios ha puesto de bueno en nosotros nos hinche siempre que tengamos bien presente esta verdad, decía Francisco de Sales: que nada de cuanto hay en nosotros es nuestro, y hacía esta preciosa  reflexión "¿Qué tenemos de bueno que no hayamos recibido? Y, si lo hemos recibido ¿Por qué nos hemos de ensoberbecer? Al contrario, la consideración viva de las gracias recibidas nos hace pequeños, pues nos pone en nuestro verdadero lugar con respecto a Dios", reconociéndole como nuestro Dios, Padre, Salvador y nuestro guía en el peregrinar por la vida. Pero, advertía, "si al recordar las gracias que Dios nos ha hecho, nos halaga cierta vanidad, deberemos recordar nuestras ingratitudes, imperfecciones y miserias para no correr el riesgo de caer en vanagloria y soberbia que nos pueda apartar de Dios. La Santísima Virgen confiesa que Dios ha hecho en ella obras grandes, pero lo hace para reconocerse pequeña y glorificar a Dios". Debemos ser capaces de ver que aquello que hemos realizado en nuestra vida, estando Dios con nosotros, no es según nuestra manera de ser ni de nuestra propia cosecha, por ello, aseguraba san Francisco de Sales, podremos alegrarnos de poseerlo pero sabiendo que solo debemos glorificar a Dios, pues Él es el único autor.
 
En definitiva, hermanos, para poder avanzar por el camino de la santidad, al que Dios nos llama, sigamos el ejemplo de María, sintiéndonos pequeños y necesitados de la constante ayuda del Espíritu Santo. De esta manera, podremos realmente cantar, junto a los santos, “Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque ha hecho obras grandes en mí”. Pero, recordad: sed mansos como palomas, pero astutos como serpientes, pues el Señor nos ha mandado como ovejas en medio de lobos.
 
 
1) Los textos de San Francisco de Sales pueden encontrarse en su obra, preciosa por otra parte, "Introducción a la Vida Devota".